jueves, 10 de septiembre de 2009

Cuando las nubes se tiñan de Sangre



Una vez cuando niño me detuve a observar el cielo. Azul intenso, no encontré nada, y en vez de volar placenteramente, me perdí silenciosamente en el. Años más tarde comencé a perseguir nubes blancas, bajo el mismo manto azulino en el que chocaban mis sueños, formando a veces figuras tan inexistentes como existente es la imaginación.
Alcé una mano y al mirar tras ella hacia el cielo me di cuenta de que era posible tocarlas y en un movimiento casi imperceptible acariciarlas, lo extraño de esto era que no podía apretarlas. A pesar de aquella frustrante extrañeza me sentí maravillado porque comenzaba a explorar un lugar en dónde yo decidía cual rechoncho y esponjoso algodón blanco prefería seguir, escogía el punto por donde comenzar a estructurar su cuerpo y seleccionaba cual de ellas era la mejor entre tantas que se acercaban.
Hasta ese entonces, nunca me había preguntado porqué los nubarrones expulsaban gotitas de agua sobre la tierra cubriendo extensos lugares en que a veces hacían tanto mal y otras veces tanto bien, o aquellos inesperados relámpagos que arremetían sobre un punto lejano del cual nos percatábamos al hacerse notar cuando sorpresivamente escuchábamos al trueno gritar.
Un día quise ser yo quién se lo preguntara y antes de intentarlo, aquel tenue tono gris que a ratos inexplicablemente se volvía mucho más intenso sobre ellas me llevaron a suponer que así como la primera vez no pude sentirlas tampoco esta vez podría escucharlas hablar. Intuí la respuesta y concluí que al igual que nosotros en la tierra las nubes en su cielo se relacionan entre si, y que cuando se juntan y chocan unas con otras sucedían cosas en su interior que ellas mismas no nos dejaban ver. Sólo podíamos saber que algo en ellas no andaba bien cuando las sentíamos llorar o las escuchábamos gritar. Con ello comprendí entonces que hay momentos en el año, periodos de su existencia en que por algún motivo sienten dolor, rabia, tristeza y que hasta pueden llorar de alegría al igual que nosotros.

Aprendí a encontrarlas. Aprendí a entenderlas y a interpretarlas. Hice de los días nublados mis instantes más preciados ya que me sentía en todo momento acompañado, importante. Me convertí en confidente de millones de secretos y tristezas que con cada lluvia me lograban expresar. Alcé mis manos decenas de veces regalando un abrazo extenso, agradeciendo por compartir conmigo aquellas hermosas emociones que empapaban por completo mi alma. Lloré con ellas cuando en lugares repletos de intenciones sórdidas escogí la soledad. Y a menudo me preguntaba si llegaría el día en que las nubes bajarían a la tierra, el momento en que pudiera sentirlas y escucharlas sin llegar al consuelo de sus pesares.

Hoy, miro al cielo, las observo fijamente y en sus idas y venidas termino por convencerme de que en cada tarde, ese es su lugar. Si caen las nubes, las pierdo, y me pierdo en el cielo. Si tocan nuestro suelo serán maltratadas y pizoteadas por el peso indiferente de nuestros pasos. En cada paso encontrarían una desilusión al sentir como el hombre las apuñala con indolencia cada vez que en su camino se cruzaran, y en ellas su corazón derramaría un intenso rojo dolor. Hoy he llegado a comprender que cuando las nubes se tiñan de sangre habrán perdido su lugar.